8 de abril de 2012

Una capital sin playa

Mascaba chicle como si todo lo que tuviese que decir fuese a estallar en la primera pompa que provocase. Lo hacía de una forma inoportuna y, a la vez, serena. Cada vez que una ola le rozaba los talones, las comisuras de la boca se le quedaban pegadas a la goma de color verde que tenía entre los dientes. Y era curioso. Porque la combinación de ese color con el de sus ojos dejaba que el mar empapara todas las ideas que compartían. De hecho, cuando se apresuraban a mentirse entre dos toallas arrugadas en esa playa de primeros de abril, jugaban a utilizar los mismos términos. Eran apropiados para las circunstancias, incorrectos para su edad. Se daban la mano y se deshacían de todos esos anillos que se habían prometido durante dos semanas. Intentaban perder las miradas que cruzaban con cualquier paseante que, en pantalones cortos, caminaba de roca a roca. Retorcían tanto las frases que llegaban a creérselas. Se volvían locos con lo que decían. Olvidaban los besos y se tocaban las caricias. Y él mascaba chicle de la misma manera. Como si, todo, de repente, fuese a estallar en risas de circo y conversaciones de idiotas. Como si no importase nada más que dejar que explotase la última pompa y devolverle el beso que ella tanto deseaba.