20 de abril de 2010

Alturas que marean

Una de las mejores sensaciones que recuerdo de mi infancia fecha de aquellos días que veía el mundo desde los hombros de mi padre, desde donde parecía que podría subir al infinito. Allí me creía muy mayor dejando que mis piernas se enredasen en su cuello y mis dedos estirasen de su corto pelo negro.

Ahora sé que entonces me podía imaginar una especie de Uma Thurman en el papel de G-Girl sobrevolando los cielos de Nueva York. Con una lista de poderes ocultos, entre los que podía desafiar la gravedad y ser libre creyendo que poco le faltaba a mi dedo índice para rozar las nubes. Pero lo más divertido era cuando él empezaba a dar saltitos avanzando hacia adelante, de esos que te hacían reír como una loca. O cuando perseguía a las palomas de la Plaza del Castillo y te soltaba los tobillos un segundo para que tú sintieses que podías caer de espaldas. Las tonterías típicas que no le hacían gracia a tu madre, que estiraba los brazos frente a él diciendo: “Bájala, hombre, que se acabará mareando”.

Eran tardes en las que tenías que agachar la cabeza al pasar por la puerta de un bar de Estafeta o mañanas de San Fermín que conseguían que pudieses llegar al hombro de los gigantes. Pero aquella percepción no se vuelve a repetir a partir de los siete años más o menos. A lo largo de la década siguiente la echas de menos, pero cuando alcanzas la mayoría de edad empiezas a sospechar un sentimiento contrario.

Se te apoderan la casa, los estudios, las relaciones y el sueño. El espejo empieza a sacarte defectos y la grandeza la hallas en lugares abstractos, difíciles de encontrar y definir. Comienzas a darte cuenta de que a tu padre los hombros le sirven para lo mismo que a la mayoría: para que le miren por encima.

Porque lo de crecer sobre la espalda de papá se pasa de moda mientras transcurren los años y empiezas a adivinar que estás viviendo en la era de la envidia, de la crítica e hipocresía. Que cuando llegas a tiempo, el reloj marca la hora de las injusticias, el poder se concreta en la fuerza y en la estrategia del que manda. Este es el mundo real, en el que los grandes son sólo unos pocos y en el que si algún día logramos sentirnos importantes, será de manera fugaz. Este es el mundo de los bajitos, de los inferiores que se conforman con ser quienes son. Quienes somos. Soportando la carga de todos los que se suben encima de nosotros: desde nuestro vecino hasta el gobernador del país. Nos sentimos pequeños en este mundo de alturas y este nivel sí que marea.

2 comentarios:

B dijo...

Y da miedo. Mucho más que la bruja que se escondía en el armario.

Anónimo dijo...

Pesimista pero real. Me encanta!

PD: Aún podemos seguir viendo el mundo desde los hombros de papá...